Entrevista a Daniel Izrailit

Daniel Izrailit 

“He tenido, en mi cercano círculo de afectos, la experiencia de corroborar cómo la práctica tempana del arte estimulada por sus padres convertía a un niño autista en un niño artista. Y, sobre todo, he comprobado en mi propia persona cómo la lectura, la escritura y el teatro, me permitieron lidiar con las tempranas ausencias que me asolaron”.

 

Nos gustaría comenzar reflexionando sobre la génesis de tu formación profesional. ¿Cuáles fueron las razones que te llevaron a estudiar medicina?

La vocación por la medicina surge de modo abrupto durante mi adolescencia. Una penosa situación vinculada con la enfermedad de un familiar hizo que me relacionara a diario y durante un cierto tiempo con el mundo de los sanatorios y los médicos. Antes de ese acontecimiento mi campo de interés era otro: política, periodismo, filosofía, psicología, literatura.

¿Cuál fue el contexto en que decidiste realizar la especialización en Psiquiatría?

La cursada de la materia Psicología Médica al inicio de la carrera de Medicina me permitió ensamblar parcialmente varios de mis campos de interés. Antes de los veinte años ya era ayudante de cátedra. En aquel tiempo estaba prohibido el psicoanálisis, por lo que tuve una formación en corrientes de cuño existencialista. Si bien había un sector del conocimiento cercenado (los ayudantes repetíamos como un mantra “el psicoanálisis es un pansexualismo determinista que niega la libertad del hombre y su trascendencia”), me permitió acceder a una valiosa formación filosófica.

Una vez graduado, y a pesar de haber ejercido un tiempo como médico clínico, no tuve dudas en la elección de la especialidad de Psiquiatra. Mi formación en el Servicio de Psicopatología del Hospital Aráoz Alfaro de Lanús (luego denominado “Evita”) orientó rápidamente mi interés hacia la Interconsulta, la Psiquiatría Preventiva y Comunitaria, todas ellas sustentadas en el trabajo interdisciplinario con psicólogos, trabajadores sociales, musicoterapeutas, clínicos, neurólogos, pediatras, kinesiólogos. En aquel tiempo ingresé en un grupo de Teatro Humor Institucional, donde fui actor y guionista. Simultáneamente, inicié estudios en psicoanálisis en forma privada.

Imaginamos que el arte, y en particular la literatura, se revelaron en algún momento como un encuadre posible para trabajar con tus pacientes. ¿Cómo fue ese proceso de descubrimiento de la escritura y la narrativa?

El trabajo con pacientes severamente perturbados me permitió corroborar en forma temprana el notable efecto estabilizador de las prácticas artísticas: el paciente lograba grados importantes de socialización y requería menos dosis de psicofármacos. Algunos incluso llegaban a prescindir de ellos durante períodos importantes.

Tanto en las instituciones en las que trabajé apenas recibido como en mi consultorio privado, la tarea artística oficial la realizaban colegas especializadas con quienes trabajaba –y trabajo– en equipo. Digo “oficial” porque considero que hay otra dimensión artística, también decisiva (por presencia o ausencia) en todo acto asistencial, que se ejerce en general de modo intuitivo. La mecanización de la práctica médica ha desdibujado esa dimensión, llevándola al punto de su cuasi extinción. Ya lo decía Freud en un artículo de 1905: cuantos menos recursos técnicos y de conocimiento científico tenían los médicos de antes, más eficaces eran porque utilizaban todos sus recursos personales (su oratoria, su gestualidad, “su arte dramático”, diría yo) para predisponer las mejores fuerzas anímicas de los pacientes en pos de la curación. Una brutal paradoja, hoy reactualizada y acentuada.

La utilización del arte en mi clínica cotidiana está expresada fundamentalmente en ese plano de la “administración de la personalidad”, tema complejo, apasionante, que dicho de forma somera implica conocer aspectos de la comunicación humana, como la cadencia de la voz, la utilización del cuerpo, el uso potencial de todo el espacio del consultorio y el modo de articular las intervenciones, donde la selección de las palabras, de las metáforas y el humor ocupan un lugar privilegiado.

El trabajo con pacientes severamente perturbados me permitió corroborar en forma temprana el notable efecto estabilizador de las prácticas artísticas: el paciente lograba grados importantes de socialización y requería menos dosis de psicofármacos.

Solo con algunos pacientes con dificultades serias en la comunicación verbal utilizo de manera directa el dibujo. Del mismo modo, la escritura es un recurso de uso puntual en pacientes muy estructurados con dificultades en la introspección, o bien, con mucha tendencia al acto. Como herramienta sistemática incluyo la literatura en la formación médica, tanto de grado como de posgrado.

¿Cuáles son los saberes que inspiran tu desempeño profesional como psicoanalista que utiliza el arte en las sesiones con sus pacientes?

He leído con detenimiento a los autores que narraron la Shoá en primera persona y luego he conocido sus propias reflexiones sobre lo que la escritura primero, y luego los testimonios orales y las conferencias después, les aportaron en términos de elaboración de duelos. He trajinado diversos talleres literarios y comprobé el impacto subjetivo de la escritura y de las intervenciones del grupo y de los coordinadores en mis compañeros y, sobre todo, en mí mismo. He tenido la fortuna de un vínculo cercano con escritores consagrados y pude acercarme al valor decisivo que casi siempre tuvo en ellos la escritura (y los efectos sociales de esta) en la reparación de daños subjetivos, a veces dramáticos. He tenido, en mi cercano círculo de afectos, la experiencia de corroborar cómo la práctica tempana del arte estimulada por sus padres convertía a un niño autista en un niño artista. Y, sobre todo, he comprobado en mi propia persona cómo la lectura, la escritura y el teatro, me permitieron lidiar con las tempranas ausencias que me asolaron.

Freud destacó en varios escritos, incluido su estudio sobre Leonardo, que la esencia de la función artística resultaba inaccesible psicoanalíticamente. ¿A qué categorías analíticas y autores recurre un profesional de tus características para explicar la experiencia creadora?

Parto de los sueños de cuya jerarquización el psicoanálisis freudiano se ocupó especialmente, y que son una muestra notable de la condición poética universal. El sueño utiliza los mismos procedimientos que la poesía y por eso es una creación que interesa por igual a los literatos y a los psicoanalistas. Grandes obras de la literatura universal surgieron de un sueño de sus autores, y grandes intervenciones terapéuticas se generan a diario a partir del análisis minucioso de los sueños. Personas en apariencia muy pobres simbólicamente tienen sueños de una riqueza metafórica extraordinaria. A mí, esa capacidad de crear belleza cotidiana, muchas veces desde la minusvalía o desde el dolor, siempre me maravilló, y me parece que es una muestra contundente del carácter creativo del humano y de su potencialidad para expandirlo en cualquier momento de la vida.

He tenido la fortuna de un vínculo cercano con escritores consagrados y pude acercarme al valor decisivo que casi siempre tuvo en ellos la escritura (y los efectos sociales de esta) en la reparación de daños subjetivos, a veces dramáticos.

Por otra parte, los analistas de niños particularmente son quienes más han corroborado el valor expresivo y terapéutico de las prácticas lúdicas creativas de los pacientes. Muchas veces se comprueba que “solo” con ofrecerles a los niños las condiciones para que puedan jugar en un ámbito calmo, seguro, con alguien atento e interesado en su juego y en forma sostenida en el tiempo, alcanza para remover obstáculos y superar una situación de crisis, restableciendo la capacidad lúdico-creativa espontánea.

El juego y el arte inmanentes en la infancia se suelen ir desflecando por efecto de la cultura con el paso de los años y, en el mejor de los casos, quedan relegados en los adultos a una práctica ocasional, a veces vergonzante. En relación con los autores de referencia, debo decir que escritores como Piglia, Cortázar, Kafka, Proust, Borges, Tanizaki, Primo Levi, Semprún y filósofos como Chul Han, Benjamin y Gadamer, me han aportado más que los autores del “campo psi”, a los efectos de dar cuenta de la experiencia creadora y su relación con la subjetividad. Un caso singular es el de Oliver Sacks: neurólogo, escritor, deportista, músico. Quizá uno de los mayores arteterapeutas de pacientes con graves daños neurológicos

En el libro que compilaste junto a Jimena Fernández Arte y Salud. Apuntes sobre teoría y clínica desarrollás el concepto del “arte de testimoniar”. ¿En dónde reside la potencialidad terapéutica del testimonio?

El testimonio, en particular el de quienes atravesaron situaciones extremas, suele favorecer la salida de un aislamiento mortificante (conjunción muy compleja de sentimientos vinculados a la injuria humillante, las pérdidas y la culpa del sobreviviente), transformándolo así en “una comunidad de afectos”, ya que los auditorios, en general, suelen aportar en términos simbólicos y reales un abrazo cálido al testimoniante. Muchos participantes de las charlas se acercan al testimoniante y no es infrecuente que quieran continuar vinculados a él (algo del supuesto desamparo y de la injuria sufrida genera resonancias e identificaciones y provoca en el oyente deseos de hacer algo más que aplaudirlo). Por otro lado, hay una convicción en muchos testimoniantes de que su dolor debe servir para crear conciencia social y, por lo tanto, allí opera la fuerza del ideal con todo su poder transformador. Además, la posición del testimoniante con relación al oyente implica una forma de inversión del lugar pasivo y anónimo de cautivo, a la posición de autoridad moral de quien da una charla, con las implicancias potencialmente reparatorias de la autoestima que esta operación conlleva.

Primo Levi, que estuvo en Auschwitz y fue uno de los primeros en testimoniar, declaró que con el tiempo el “yo conferencista” se superpuso y reemplazó al “yo sobreviviente” como una segunda piel.

Como terapeuta has realizado un parangón con Winnicott y señalás que el profesional debe ser un “interlocutor suficientemente bueno”. ¿Cuáles son las condiciones que debería reunir un profesional para ser considerado de esa manera?

Sería esperable que quien pretenda actuar en un área asistencial, cualquiera sea su disciplina, además de la formación técnica específica, cuente con el deseo de contactar con el otro, de hacerle lugar a su padecimiento, de no prejuzgarlo, y poder reflexionar sobre sus modos de trabajo y estar dispuesto a cambiarlos en función de los efectos que va registrando por su accionar. A esto llamo “interlocutor suficiente bueno”.

Las formas o los modos no son un tema menor en salud: hay profesionales animados por un fuerte deseo de ayudar pero no registran (o si lo hacen, no pueden con ello) que son rígidos, severos, excesivamente lacónicos, o lo contrario: están dominados por una locuacidad imprudente.

Has sido coordinador de Grupos de Sobrevivientes en Museo de la Shoá en Buenos Aires, y has acompañado a Moisés Borowicz en la escritura del testimonio de su biografía, que incluía su estadía en siete campos de concentración. ¿Qué aprendizajes te ha dejado ese trabajo cercano con personas que pasaron por esta experiencia de horror y trauma?

Articulando esta pregunta con la anterior, diría que al finalizar la Segunda Guerra Mundial la sociedad no fue un interlocutor suficientemente bueno para los sobrevivientes. Nadie quiso escuchar sus historias desgarradas en medio de la euforia general. Lo mismo pasó aquí, dramáticamente, con los soldados de Malvinas. Por eso, los testimonios tardaron tantos años en producirse: no había oídos ni corazón para ellos.

Escuchando sus relatos aprendí también que además de esa gran proporción de sujetos que por acción u omisión colaboró con el genocidio, hubo muchos otros que se jugaron la vida por el semejante, el perseguido. El libro está dedicado “a quienes no miraron para otro lado, a los que crearon un hilo de luz en el pozo ciego de la humanidad”.

Además, aprendí que hay algunas situaciones vividas que son intramitables, imposibles de elaborar, y que por más que hayan sido relatadas mil veces, al pasar por allí se revive el dolor lacerante como si fuera la primera vez.

Las formas o los modos no son un tema menor en salud: hay profesionales animados por un fuerte deseo de ayudar pero no registran que son rígidos, severos, excesivamente lacónicos, o lo contrario: están dominados por una locuacidad imprudente.

Aprendí también que mucho de lo vivido se traslada a las generaciones siguientes. No es casual que tantos hijos de sobrevivientes no quieran saber nada con el tema, e incluso suelen ser bastante ambiguos respecto del deseo de testimoniar de sus padres.

Te desempeñás como coordinador de talleres de escritura en instituciones psicoanalíticas. ¿Cuál es el setting de este dispositivo y los beneficios terapéuticos que has observado en tus años de práctica?

Un aspecto interesantísimo de los talleres literarios, corroborado desde los dos lados del mostrador (participante primero y coordinador después), es que permiten poner en cuestión aspectos de la subjetividad, dentro de lo que genéricamente llamaría “narcisismo”, aspectos que no siempre aparecen en los tratamientos individuales, al menos en los convencionales. Me refiero al impacto que suele causar la opinión del grupo, y sobre todo la del coordinador, respecto de un producto en general tan libidinizado como es un escrito (por algo, culturalmente se suelen poner en serie los hijos y los libros propios).

Si la opinión ha sido crítica, no es infrecuente observar desde reacciones airadas, angustia y desazón, hasta accesos depresivos y abandonos prematuros del espacio. Por ello, es fundamental que el coordinador nunca hable del autor sino de la obra, justamente para colocar una cuña en esa identificación entre uno y otra. Aun así, suceden cosas…

Otro elemento cercano al descripto tiene que ver con las habituales sugerencias de acotar un texto, lo que en algunas personalidades es vivido como una castración inaceptable, mientras otros participantes, conscientes de su exaltación o grandilocuencia narrativas, agradecen con énfasis.

Hay una tarea extraliteraria discreta que el coordinador de un grupo debería realizar con ciertos participantes en particular para ayudar a tramitar algunos de estos impactos subjetivos paralizantes vinculados con la vanidad. Demás está decir que mucho de este material escrito es –sobre todo al comienzo– fuerte y directamente autobiográfico, un material muy sensible que hay que tratar con suma delicadeza.

Estos talleres de escritura que he realizado como participante y como coordinador no han sido planteados como actividades de arteterapia. Muchos de los efectos benéficos son, como se dice modernamente, “por añadidura”. Entre ellos, cabe resaltar la ampliación cuali y cuantitativa de recursos lingüísticos, en particular metafóricos, que enriquecen las intervenciones clínicas para el caso de los asistentes que son colegas.

Es muy frecuente que un paciente recuerde de forma duradera una intervención lograda de su terapeuta, y esto suele ser sinónimo de que fue ingeniosa, breve y precisa. Por otro lado, el pensar en términos de estructura narrativa (la coherencia, el modo de comienzo, el desarrollo, la pintura de sus personajes, las peripecias, la o las resoluciones posibles de la historia) tiene efectos extraordinarios sobre la subjetividad.

Cabe apuntar que algunas personas no aceptan trabajar con consignas y otras no pueden escribir un renglón si no se les aporta una.

¿En qué consistió el proyecto de integración entre medicina y literatura que plasmaste en el libro LetraSana?

LetraSana suma a los efectos de la escritura recién descriptos los que promueven la lectura de textos escogidos (cuentos, tramos de novelas) vinculados con la enfermedad y sus derroteros. Lo singular es el destinatario: médicos en formación o ya graduados que la facultad en general han forjado en una concepción predominantemente reduccionista, pobre en la dimensión humana.

Ya la integración de un espacio donde los participantes vuelcan las repercusiones emocionales y las ideas que les provocaron los textos es una maravilla de aperturas personales potenciadas por los aportes de los compañeros. El coordinador aporta algunas claves de lectura como disparadores y luego cierta síntesis final, que por lo general deja perfilados algunos aspectos centrales del vasto mundo médico, que no suelen ser pensados ni en la carrera ni posteriormente.

¿Por qué considerás que los cuentos y los poemas tienen potencialidad terapéutica?

Porque ofrecen “otro lugar de elaboración”, como se suele decir últimamente en psicoanálisis, con particularidades comunes y otras diferentes al espacio analítico convencional. Lo común es que se trata de una narrativa, tal como la que utilizamos al contar lo que nos sucede, lo diferente es el modo de contarlo: lo profundo, lo bello, lo bellamente profundo de un poema, de un relato, diría, suele favorecer su registro sensible por el lector.

Una imagen determinada, una metáfora precisa, pueden ser tan contundentes, tan evocativas, que el lector experimenta incluso en el cuerpo ese encuentro con lo bello. A nivel mental, suele pasar que eso que acaba de leer puede darle sentido a veces a todo un paño de su historia. Además, y sobre todo, el que eso le suceda a otro, a un personaje de ficción, hace que a muchos pacientes con grandes dificultades de conexión con su interioridad les facilite llegar a una región remota de sí mismos por el camino de la identificación. “¡Eso es lo que pasa a mí!”, expresan como una revelación.

Como vicepresidente del Capítulo “Arte y Salud” de la Asociación de Psiquiatras Argentinos, ¿cuáles pensás que son los principales debates que enmarcan el trabajo de este grupo de profesionales dentro de APSA?

Al interior de APSA, el Capítulo “Arte y Salud” ya inició un proceso de reposicionamiento a partir de una producción creciente (ateneos, libros, videos). Existió hace años una activa participación del Capítulo en la formación de los psiquiatras jóvenes que por alguna razón se diluyó y que es preciso recuperar orgánicamente. En este momento, el Capítulo tiene la riqueza de contar con varios de los fundadores y muchos que nos sumamos en forma más reciente. Es un espacio multigeneracional y federal, con colegas de casi todas las disciplinas artísticas.

¿Considerás que los profesionales que trabajan con arte como parte de su encuadre terapéutico deben tener una práctica artística personal? Si la respuesta es afirmativa, ¿en qué sentido contribuiría a potenciar su rol profesional?

Dentro de mi concepción integral del arte en las relaciones humanas de asistencia, considero que hay muy buenos artistas en el campo de la psicoterapia y del psicoanálisis que producen importantes efectos terapéuticos en sus pacientes, justamente por su arte espontáneo, y no lo saben. Aclarado esto respondo que sí, que el arteterapeuta, más allá de estar dotado naturalmente de sensibilidad e impulso creativo, sería conveniente que los expanda desarrollando una práctica artística sostenida y placentera, o sea, no mecanizada.

Nos gustaría que nos cuentes cuál es tu mirada sobre el arteterapia en la Argentina, en términos del reconocimiento de la disciplina, las formaciones y los lugares de inserción para arteterapeutas. 

No tengo un conocimiento exhaustivo del tema. Tengo cierta idea, quizá prejuiciosa, que hay muchas ofertas de formación de dudosa consistencia y que a nivel general hay falta de aval académico oficial para la inserción laboral plena de los profesionales. La Asociación Argentina, que es la única que conocí, cuenta con docentes notables, muchos de los cuales también participan del Capítulo.

Paula Gimbatti

Cómo citar este artículo:

«Entrevista a Daniel Izrailit». (2022). Arteterapia. Proceso Creativo y Transformación, Nº 10, pp. 34-38. Recuperado de https://arteterapiarevista.ar/