Escritura y vida. Apuntes para un quehacer en arteterapia

Patricia Mercado*

El taller de “Impro Escrituras” que propongo se abre como espacio a una puesta en acción de preguntas que habitan mi quehacer desde hace, por lo menos, tres décadas.

Acaso lo primero sea la convicción de que la palabra dicha y la palabra escrita tienen una fuerza fundamental en los procesos de subjetivación, que anida en la palabra la posibilidad de crear y transformar los modos de habitar la vida, y a veces, las condiciones en que esa vida transcurre. Acaso una convicción heredada de los desarrollos del psicoanálisis, a los que los intelectuales de Argentina han aportado tanto, y a las pasiones por la lectura de mi madre, que me permitieron crecer junto a una biblioteca.

Incontables veces he visto a la gente deambular en los dispositivos institucionales con los cuerpos cargados de dolor y las palabras rotas. Las palabras se rompen de infinitos modos, claro.

A veces en mordazas que nos sumergen en acallamientos duros, apretados dientes que amurallan lo que no será dicho.

Otras, huyen tras la funcionalidad a la que son reducidas –las palabras hechas cosas–, aplastadas por una funcionalidad a la que se pretende reducir la marea de la vida.

Otras, portan máscaras de una racionalidad exacerbada, apresadas palabras en el grillete de la causalidad, las palabras extenuadas… ¿qué podrían decir?

Entonces, proponer trabajar con las palabras es un modo de pensar puentes en las dolorosas grietas de un momento social de profunda fragmentación, de sus repercusiones en los cuerpos, en las experiencias cotidianas, en los modos sufrientes de transcurrir los días.

Puentes palabras para alojar dolores que puedan hacerse travesía, búsqueda transformativa.

En estos derroteros, la idea de improvisación es el eje que sostiene una perspectiva nodal en la propuesta. La improvisación implica situar la escritura no como un saber consolidado por la alfabetización y sus destrezas, sino como obra abierta que busca reinventarse en cada pulsación.

Improvisar en la escritura presume la posibilidad de habitar la lengua como exploración de decires, como indagación sobre lo dado y sobre lo dicho, como interpelación a todo lo que, en la reflexión de Barthes, la lengua nos fuerza a decir. También la posibilidad de alejarnos de los consensos a los que nos somete el sentido común.

Improvisar en la escritura abraza la potencia de regresar a los gestos de una escritura anterior a las laceraciones que la socialización le infligió con sus valoraciones y sus expectativas, o sea, remite a recuperar un estado lúdico del escribir.

Por supuesto, en nuestra cultura jugar con la escritura es casi una herejía, se trata de abrir espacios de transgresión importantes, y por eso suele hacerse imprescindible pensar las propuestas de manera gradual, situacional.

No se trata de arrojarle en la cara a alguien el adagio “escribí libremente”. Porque sería un acto de sordera hacia quien se nos acerca lastimado de imposibilidades.

¿Qué sería “libremente” –aun en los lenguajes artísticos, aun en las palabras– en un social histórico signado por la desigualdad y la crueldad?

Suelo eludir, casi con empecinamiento religioso, indicaciones en las propuestas como cuento, narración, poema, y casi siempre me refiero a cualquier escritura como texto. Ese guiño intenta desmarcarme del horizonte de los talleres literarios que enseñan a escribir.

No es un detalle menor la diferencia entre pretender enseñar a proponer experimentar un quehacer del que se podría aprender, ya no de la coordinación, sino del quehacer mismo.

Tampoco asimilo este trabajo al que realizan los escritores, tarea que requiere otros procedimientos, sobre todo, la posibilidad de reescribir y corregir largamente.

Por eso, en estos talleres suelen cruzarse viajeros de muy distintas experiencias en su relación con la palabra y la escritura. Tal vez en esto se hagan presentes marcas del pensamiento de Pichón Rivière en mí, aquello de valorar la heterogeneidad de un encuentro entre varios como germinación de potencias adormecidas.

Poner en juego la fuerza de palabras que anidan en los cuerpos trae la cuestión de que no podemos pensar lo corporal sin lenguaje, ni el lenguaje sin cuerpos. Una trama viviente de cuerpos apalabrados. De ahí que, a mi entender, la clínica arteterapéutica no puede saltearse la cuestión de la relación cuerpo-palabra, cualquiera sea la modalidad que proponga en sus intervenciones.

Materialidad simbólica, la corporeidad precisa ser alojada en los intersticios en que una época desaloja y hace sufrir. Jugar con la escritura asume el desafío de buscar sostenes para esa corporeidad fragmentada y sufriente, acaso arropar su desamparo.

Improvisar en la escritura presume la posibilidad de habitar la lengua como exploración de decires, como indagación sobre lo dado y sobre lo dicho, como interpelación a todo lo que, en la reflexión de Barthes, la lengua nos fuerza a decir.

Suelo hacerme muchas preguntas y trasponerlas a los diseños de las propuestas, en torno a los soportes de la escritura. En la materialidad de los soportes, sus características, sus particulares rasgos, retorna lo corporal como espesor palpitante, como capacidad de sostén de la evanescencia de los signos, como juguete, como objeto transicional, al decir de Winnicott. De allí la cuestión de pensar texturas, encuadernaciones, pliegues, la piel donde el texto buscará inscribirse.

También la cuestión de poner en cuestión el volumen en la escritura, una interpelación a lo plano de una cultura de la pantalla y de la preponderancia de lo visual, para traer registros táctiles, sonoros, kinésicos, olfativos a la escritura, como modo de intervenir en los borramientos del cuerpo que anudan con la rotura de la palabra. Trabajar con la escritura como modo de reinscribir las prácticas sociales donde los cuerpos quedan sitiados en la lógica tecnocrática de la herramienta y de la propiedad.

Quehacer de la metáfora, no como gesto sofisticado de las letras, sino como ardid en el dolor, como desmontaje de las recitaciones crueles en que las vidas son trituradas en lo cotidiano. Metáfora que trae la potencia de la imaginación activa para horadar lo que una época no puede siquiera desear. Dibujar en esas líneas desvíos impensados en las historias clínicas. Porque cuando la palabra abriga los cuerpos, brota relato de lo mudo y dolido, lo que puede hilvanarse como movimiento vital, abertura, boca multiforme de un decir inacabado, exultante en sus conexiones.

Darnos a las intensidades en que la escritura nos arroja para habitar las heridas en estado de viaje, balbuceo de letras en fuga este vivir, de a ratos, en el abrazo del fuego gregario del decir.

 


*Licenciada en Psicología Social. Docente en la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires (Jefa de Trabajos Prácticos en la materia Teoría y Técnica de Grupos II). Coordinadora del taller “Impro Escrituras”.